RELATOS y CUENTOS

CHANZAS y BUEN HUMOR

El Maletilla (Relato corto) La Buenaventura (Relato corto)
Vicente el del canasto (Relato corto) La siesta es sagrá (Chanza)
Ángeles sin alas (Cuento de Navidad) Un lugar en el recuerdo.- El Brasero (Relato)
Visita a un difunto (Texo irónico) Ponerse al día
Besos Sevillanos (Cuento) Mi objeto de deseo
De cuando estuve loca (1) (Texto) Un lugar en el recuerdo.- Copito (Relato)
De cuando estuve loca (5) (Texto) Un cajero sin paciencia.- (Relato casi verídico)
Misterio en Osuna (Relato) Aparcado pero, ¿dónde?
La Taberna (Relato) Soltera busca...
   
  Historias y mentiras en el Chat o Machos en celo

 

EL MALETILLA

Hacía ya muchos años que conocía a Paquito. 

Su madre, Carmen, venía a limpiar a casa dos días por semana, y en ocasiones se había traído al chiquillo con ella. Era una mujer sencilla, dulce, limpia como los chorros del oro y más buena que el pan. Se había quedado viuda hacía tiempo y a duras penas estaba sacando sus hijos adelante.

Carmen, siempre les decía que los prefería ver muertos que cogiendo un alfiler ajeno. ¡Es que era honrada a carta cabal!

Al mayor le buscó un trabajo en una carpintería que tenía un pariente lejano, y el chaval perecía que respondía bien. El otro, se dedicaba a hacer chapuzas por las casas junto a dos compañeros, y no le iba mal del todo. Paquito, el pequeño, era caso aparte. Faltaba al colegio cuando le daba la gana y se perdía cada dos por tres. No había manera de saber dónde iba.

Con Paquito estaba desesperada.

 Casa semana llegaba afligida, contándome la última travesura del chaval.

Un día llegó llorando y me dijo que el niño le había dicho que quería ser torero.

- Fíjese que se lleva todo el día con un trapo dando pases.

- No se ponga usted así, esto se le pasará cualquier día y vendrá diciendo que quiere ser futbolista o bombero o vaya usted a saber.

 Pero no, a Paquito no se le pasó. Se escapaba por las noches y se marchaba por las dehesas con una muleta raída que había sacado de Dios sabe dónde.

Yo, trataba de consolar a Carmen pero no sabía qué decirle ya.

 Un día se me ocurrió que, si el chiquillo estaba empeñado en ser torero, mejor que ir de maletilla por esas madrugadas, sería entrar en la Escuela Taurina de Alcalá. Tenía amistad con el presidente y hablaría con él para que lo admitieran. Y así se lo dije a su madre quien al ver un mal menor se quedó algo más tranquila.

Al día siguiente vino el muchacho a hablar conmigo. Le hice prometer que iría al colegio y no faltaría ni a una sola clase a cambio de mi recomendación para la Escuela Taurina.

Me dijo también qué quería ser torero porque era lo que más le gustaba, pero también quería ganar dinero para quitar a su madre de trabajar, comprarle una casa decente y sacarla del cuartucho donde vivían.

Al principio, por su madre iba sabiendo más o menos la trayectoria de Paquito, pero cuando me cambié de casa y me fui a las afueras, Carmen dejó de venir, pues le cogía demasiado lejos.

Por eso, cuando dos o tres años después, una mañana, me encontré en el buzón un sobre con una entrada de barrera para La Maestranza, me quedé más que asombrada.

Habían seleccionado seis de los mejores alumnos de la escuela para torear aquella tarde.

La corrida tuvo de todo: buenos pases, mucha voluntad, eso sí, pero estaba resultando poco lucida.

Paquito lidiaría el quinto. Dicen que no hay quinto malo, y el toro parecía tener buena casta.

Con la capa se lució arrancando los aplausos en más de una ocasión.

Cuando entró con la muleta Paquito, de verde y oro, se fue al centro del coso y brindó al público.

Se hizo un silencio sepulcral, ese silencio único que se produce en La Maestranza cuando empieza esta suerte.

Se llevó el toro a los medios y empezó con unos naturales que levantó al graderío; después, cambió la muleta a la otra mano y citó al toro.

-¡Eje toro, eje!

El toro dio dos pasos atrás, bajó el morro y embistió revolviéndose al momento.

El maestro, al ver que por ese lado no entraba bien, le gritó desde el burladero.

- Por ahí no Paco, por ahí no.

Pero Paquito no le oía y volvió a citar al bicho por la izquierda, una, dos, tres...

Un grito unánime rompió el silencio.

Lo enganchó volteándolo en el aire sobre los pitones; cuando cayó, volvió a levantarlo. Los peones, a duras penas se llevaron al toro.

Paquito, boca abajo, estaba inerte. Cuando sus compañeros se lo llevaron, un gran clavel de sangre quedó sobre el albero.

Uno de los espadas tomó la muleta y dio un par de pases tratando de igualarlo. Dos pinchazos sin soltar y una media larga terminó con el quinto de la tarde.

Salieron las mulillas de arrastre y lo retiraron. No había sido mal toro, no.

El público aplaudió hasta que el presidente sacó su níveo pañuelo.

Entonces, los micrófonos de la plaza retumbaron.

- Señoras y señores, Francisco Heredia, Paquito, acaba de morir.

El corazón me explotó dentro, mientras mis ojos se inundaban. ¿Cómo era posible?

Me levanté y abandoné la plaza. Crucé la calle y me quedé de pie en la orilla del río. Pensé en su madre, en sus ilusiones, y en lo dura que es la vida a veces.

En la mano llevaba aún unos claveles que no habían encontrado su momento. Levanté la mano y los arrojé al agua, que se los llevó bailando en círculo río abajo, junto a los sueños de un chiquillo.

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LA BUENAVENTURA

Hay un día que las empresas organizan una comida colectiva en la feria. 
Se busca un sitio en una caseta que quepa un gran número de personas, pues suelen ir los altos jefes y todo el personal que quiera apuntarse.

En mi servicio formamos un grupo bastante grande, pero entre todos estamos unos doce que además de compañeros somos amigos y organizamos por nuestra cuenta una comida más acogedora que la de la empresa, en la que hacemos acto de presencia y luego nos marchamos a otra caseta.

Es gracioso ese día cuando llegan las dos de la tarde, hora de salida durante estos días, ver salir al personal.

La mayoría de las mujeres se lleva el traje de gitana a la oficina y a las dos menos algo se inundan los servicios para cambiarse.

Aquello es un desfile de flamencas por los pasillos y a la salida hay muchos que tienen un coche de caballos esperando para ir en él a la feria.

Mi grupo decidió tomar un taxi, pero ¡hijos! Eso es un sueño inalcanzable en la feria, así que empezamos a caminar camino del real (feria) esperando cazar alguno. En la espera llegamos a la portada andandito y nos metemos de lleno en el bulla.

Vamos unos delante, otros detrás, siempre con cuidado de no perdernos, cosa muy fácil con tanta gente por todos lados.

A la altura de la portada, nos para una gitana con su ramo de claveles y su romero en el bolsillo del delantal. A su lado cogido de su falda un chaval con unas velas más grandes que los cirios del Gran Poder.

-¡Anda mi arma! cómprame un clave que tú tiés cara de generosa.
-No, ya llevamos claveles.
-Poz un poquito de romero que te va a da mu güena suerte.
-Que no, que no.
-Poz déjame que te eche la buenaventura preciosa.
-Que noooo.

El grupo se había colocado alrededor y empieza a decir: que venga, que sí,  que nos vamos a reír mucho, deja que te la eche.

Y la gitana al ver tanta aceptación por parte de los acompañantes me coge la mano y empieza a decir:

-Yo veo aquí una persona muu enamorá de ti.
-¿Siiii?
-Si, este mosito tan bien plantao que llevas al lao.

El mocito tan bien plantado que llevo al lado es un compañero felizmente casado y con la mujer en el mismo grupo junto a otro compañero.

 -Y veo tres churumbeles muuu majos, uno va llegá mu arto en la política, por lo menos ministro.
-Ay no me diga eso que no quiero que se estén todo el día acordándose de su madre.
-Ada mujé que va a tene mucho parné.
-Si yo tengo nada más que dos hijos
-Poz éste tiene tres que los veo yo muuuu clarito.
-Si él tiene tres, pero yo no tengo más que dos.
-Oye gachí, ¿es que las puesto los pitones a esta hembra tan regüapa?.
-No, es que él no es mi marido.
-Poz yo veo que está enamoraíto de ti y vai a sé mu felise. Que él va
 dejá a la que tiene ahora que no se entiende con ella y además no está enamorá de él.
-Y a ti se te ve en los ojillos que también está por este gachí.

Bueno después de otras cuantas tonterías le dimos algo y nos marchamos.

Yo conozco a la mujer mucho, somos amigas también y en las ferias, aunque no trabaja con nosotros, siempre viene a la comida nuestra y salimos juntos algún que otro día.

Ni que decir tiene la guasa que tuvimos toda la tarde a cuenta de la buenaventura de la gitana y cada vez que bailaba con él, las bromas que suscitábamos.

Menuda tarde/noche nos pasamos con la buenaventura.

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VICENTE EL DEL CANASTO

Si alguna vez has vivido en Sevilla, o has pasado varios días por esta ciudad, a la fuerza has tenido que conocer a Vicente “el del canasto”.

Vicente era un hombre, que igual podía tener 35, como 55 años. Yo siempre le conocí la misma cara.

Era muy delgado, con la cabeza bastante calva por arriba. Siempre llevaba unas alpargatas, un pantalón raído - al que se daba una vuelta en la cintura para acortarlos un poco-, y una camisa blanca con las mangas arremangadas hasta el codo. No parecía tener nunca ni frío ni calor, sólo cuando llovía solía ponerse una capa impermeable a media pierna con su capucha bien calada tapando su inminente calvicie y casi la frente, y a la vez que tapaba su mercancía.

Colgaba de su brazo un canasto plano, con un asa por el medio y un trapo blanco extendido de un lado a otro cargado de chucherías. Cartuchitos pequeños con frutos secos.

Vicente salía de debajo del puente de Triana, - allí vivía en una chabola-, y se recorría las calles de los alrededores ofreciendo su mercancía. Andaba con paso ligero que te hacía pensar que siempre llevaba prisas.

Era como una parte del paisaje, siempre estaba por la entrada del Puente de Triana, por el paseo Colón, una avenida amplia que está en una margen del río. Pero sobretodo por la calle Reyes Católicos hasta la plaza de la Magdalena. Vicente pasaba entre los coches con una mano puesta como visera y metía la cabeza por las ventanillas de los mismos, y a veces tenía que hacer filigranas para salir y abrirse paso entre los vehículos de la calzada una vez que estos echaban a andar de nuevo,

Los conductores le increpaban con bromas, pero él les hacía una mueca y seguía sin inmutarse.
Nunca faltaba a la puerta de la Maestranza una tarde de toros.
A veces te regalaba unos cacahuetes y se marchaba canturreando por lo bajo.
Todos decían que Vicente moriría atropellado por un coche.

También se decía que la costumbre de meter la cabeza por las ventanillas y mirar dentro, era porque andaba buscando una novia que tuvo y que se fue con otro, o a su padre que se lo llevaron los nacionales años ha, para fusilarlo.

Decían que estaba un poco loco, pero yo no lo creo.
Era como una parte de Sevilla: todo el mundo lo conocía y le gastaba bromas.

De buenas a primeras, dejamos de verlo, pero no le echamos de menos hasta algún tiempo después.

Nos decíamos:
- Hace tiempo que no se ve a Vicente el del canasto
- Sí, es verdad, ¿por dónde andará ahora?
Pero eso fue todo.

Al cabo de varias semanas, alguien nos dijo que había muerto, que se lo habían encontrado una mañana sin vida, debajo del puente, donde tenía su morada.

Si tú le preguntas a alguna persona de 40 o 50 años, por Vicente el del canasto, todos saben quién era.

Pasó por la historia de la ciudad, como tantas personas que parecen formar parte del paisaje diario que vemos.

No murió atropellado por un coche, como todos suponían. Lo mató la indiferencia, la desidia del mundo para tantas personas que están a nuestro alrededor y no nos preocupan ni mucho ni poco.

Allí donde quiera que esté, seguro seguirá con su canasto colgado del brazo, ya no irá buscando a nadie... pero sonriente y feliz.

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ÁNGELES SIN ALAS

Era una gélida tarde del mes de diciembre.

Las calles ya estaban vestidas de Navidad. Los grandes comercios, desde sus escaparates, se esforzaban para meternos por los ojos infinidad de atractivos y tentadores objetos, inútiles la mayoría, para que no se nos olvidara ni un momento las fechas.

Irene, de vuelta del colegio, camina al lado de su madre. El colegio no está lejos de su casa, por lo que hacen este recorrido a diario, haciendo un alto en la confitería-panadería El Bombón,  que está a mitad del camino. 

 A la derecha de la puerta de entrada, hay un gran escaparate. Hermosas tartas adornadas con muñecos de azúcar, montañas de las más variadas clases de turrones, bandejas con diferentes pasteles, otras con bombones y chocolatinas. Todo sobre una base de nieve simulada y un sinfín de estrellas plateadas y bolas de colores.

A la izquierda, unos grandes cristales, tras los cuales, se encuentran unas mesas y sillas donde los clientes pueden degustar lo que les apetezca.

Todas las tardes, entran a merendar y a comprar el pan para el desayuno del día siguiente y alguna que otra cosa.

 Irene, vestida con un abrigo de paño azul, gorro, bufanda y guantes rojos, parece una muñeca de ocho años.

 Hace ya varios días que, al llegar a la confitería, se encuentran con un chico más o menos de su edad, por las inmediaciones. Algunas veces el chaval tiene extendida la mano, por si alguien quiere dejarle alguna moneda. 

Lleva un pantalón raído y un jersey de lana, tres tallas más grande. Un gorro de punto, encasquetado hasta las orejas,  deja escapar unos rizos negros ateridos de frío. Calza unas botas desgastadas a las que les sobran media puntera y que lleva rellenas de papel.

Esa tarde, el chiquillo, tiene pegada su nariz al cristal del escaparate. De vez en cuando pasa el puño del jersey para quitar el vaho que opaca el cristal, y vuelve a poner sus manos a ambos lados de sus ojos, para que la luz no le impida ver el interior. 

Están sentadas al lado de la gran ventana, cuando aparece el chaval por el cristal.

- ¿Dónde vive mamá? - Dice Irene, señalando al chico.
- No lo sé, hija.
- ¿Se lo preguntamos?
- ¿Para qué quieres saberlo?
- Me da pena mami.
- ¡Anda y termina! 
- Debe tener hambre...
- Le daremos un pastel cuando salgamos.
- ¿Y si lo invitamos a casa?
- ¿Pero qué dices nena? ¡Estás loca!
- Yo no tengo hermanos; sería estupendo tenerle en casa estas fiestas por lo menos.
- Déjate de tonterías y acaba de una vez.
- Se lo voy a pedir a papá como regalo.
- Deja de decir tonterías y ¡ni se te ocurra!, que tu padre no sabe decirte: no. ¡Lo que me faltaba a mí era eso!.

Irene miraba al chico a través del cristal y le sonreía. Se le quitó el apetito.
Mientras su madre pagaba, ella tomó dos pasteles que le había hecho comprar, y salió a dárselos.

El chico puso una sonrisa de oreja a oreja, y empezó a comérselos con avidez.

- ¿Dónde vives?
- Por ahí – contestó con la boca  aún llena.
- ¿Tienes padres?
- Padre; mi madre murió hace mucho.
- ¿Cómo te llamas?
- Me llamo Juan, pero todos me dicen “Chino”.
- ¿Te gustaría venir a mi casa?
- No sé – contestó encogiéndose de hombros.

Al salir su madre, le dio unas monedas a la vez que tiraba de su hija.

Cuando llegaron a casa, ya estaba el padre en ella.

- ¿Cómo está mi princesa? Dijo abriendo los brazos, donde se precipitó su hija.
- Bien, ¿y el padre más guapo?
- Bien, zalamera... 
- Papi, ¿puedo decirte qué regalo quiero para navidad?
- Ya me lo has dicho cien veces. Una bicicleta y un CD de tu cantante preferido.
- Es que quiero otra cosa.
- ¿Has cambiado?
- Sí, ahora quiero otra cosa.

Y empezó a contarle lo que sabía sobre “Chino”, y que quería que viniese a casa estos días.

La madre interrumpió de pronto, con un enfado tremendo.

- Olvídate de lo que te está proponiendo tu hija. Mira – dice mostrando el bolso abierto. – su protegido, ese que quiere traer a casa, me ha quitado el monedero en sus narices y las mías.
- ¡No, mami! ¿porqué dices eso?
- Porque he pagado en la confitería, he tomado unas monedas que le he dado a la salida, y no he abierto el bolso hasta llegar a casa.
- ¡Mamá, él no ha hecho eso!
- ¡Y quieres traerlo a casa!
- Seguro que él no ha sido.

El timbre del teléfono interrumpe la conversación.

Contesta el padre.

Es de la confitería, llama el encargado para decir que te has dejado olvidado el monedero en la caja; como han enviado algunas veces pedidos, tenían la dirección, y han llamado para que lo sepas y estés tranquila.

 Ni que decir tiene, que los ojos de Irene llenos de lágrimas, se han mezclado con una amplia sonrisa.

Ha ido con su padre a recoger a “Chino”. Le han comprado ropa, le han asignado una habitación, y está en la casa desde el primer día de vacaciones de Irene. 

Irene le ha contado que es el regalo de navidad que ha pedido a su padre, en vez de la bicicleta y un CD de Riky Boom, su cantante preferido. 

El día de nochebuena, el chico insiste en salir para un asunto. Cuando vuelve, a Irene le parece todo poco para “Chino”. 
Le va explicando ante el Belén, la historia de cada figurita y cantan villancicos a dúo.

Después de la cena y una amena velada, llega la hora de descansar.

 Al día siguiente era muy tarde y “Chino” aún no había aparecido. Irene llama en la puerta de su cuarto, y al no obtener repuesta, entra.

No hay nadie, la cama con la ropa estirada, y encima un paquete con un papel escrito con letras irregulares:

“Para Irene. Gracias a ti y a tus padres. Adiós. Te veré desde la estrella más brillante que veas”

Con manos nerviosas va quitando el envoltorio. Ante sus ojos un CD de Riky Boom.

Las lágrimas van resbalando por sus mejillas. No entiende nada, no comprende por qué se ha marchado. ¡Estaban tan a gusto!

Ha gastado sus ahorros y el dinero que le dio su padre, hace dos días, para comprarle a ella un regalo.

Allí arriba, detrás de una nube de algodón, hay una estrella con un brillo muy especial. Cuando llega la noche, Irene, se asoma a la terraza y la busca. Es la estrella más brillante del cielo, desde donde su amigo “Chino”, seguro le estará sonriendo.

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VISITA A UN DIFUNTO

Después de algunos años, he decidido venir a visitarte hoy.
¡No, no te echo de menos!, pero te debía la visita y aquí estoy. 

Recuerdo que cada vez que asistíamos al funeral de alguien, tú decías: “Cuando me muera quiero... “, y yo sonreía por dentro, que era la única forma de sonreír que entonces me podía permitir, y pensaba: Imbécil... cuando tú mueras, yo  haré lo que me dé la gana.

Recuerdo también, cuándo aquel amigo tuyo, que acabaste aborreciendo por censurarte la forma de tratarme y que tanto me ayudó por entonces, venía a verme y tú comentabas lo aburrido que debía estar para hacerse tres horas de viaje por tomar una cerveza conmigo, con la mujer de un amigo. 

Yo hacía tiempo que ya no era tu mujer. Pensaste más tarde que te engañaba con él, y yo no te quise sacar del error. Siempre te fui fiel en mi amarga vida a tu lado. 

 Hoy me he depilado las espinas de la piel y he formado una corona con ellas, para traértela junto a las rosas de desilusiones de tantos años y los crisantemos de tus ultrajes. Como seguramente seguirás mirando tu redondo ombligo y no te habrás enterado de nada, es por lo que te traigo este ramo de noticias frescas.

En la cama, a mi lado, duerme otra persona, que ocupa tu ropero y un lugar preferente en mi corazón. Me hace feliz, como tú nunca fuiste capaz, (hasta llegué a creer que era mía la culpa, como en tantas otras cosas).

 ¡Ah!: he tirado la persiana de mis ojos, aquella que te empeñabas en tener echada siempre, y ahora entra el sol. 

Mis pinturas ya no son grises y yo soy una mujer rosa y azul.


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DE CUANDO ESTUVE LOCA  (1)


No había dormido apenas y el cuerpo me pesaba como si fuese de
plomo. Entre los duerme-velas de cada noche, siempre mi mente se
precipitaba a divagar por esos vericuetos que nadie conocía más
que yo.

Quise levantarme pero no podía, ¡estaba tan cansada!
Había fantasmagóricas figuras volando a mi alrededor que me impedían
moverme. Tenían máscaras horrendas y sus burlonas risas llegaban a
mis oídos taladrándolos y robando esa tranquilidad y sosiego que
ansiaba y que nunca era capaz de encontrar.

Allí, delante de mis ojos, bailaban esa danza que ya me sabía de
memoria.

Sobre la mesilla, un montón de engañosos medicamentos que debía
tomar a horas precisas, pero que mi pereza iba retrasando por el
simple hecho de tener que ir a la cocina por un vaso de agua;
también debía tomar algún alimento, pero, ¿cómo? Mi garganta estaba
cerrada por completo y se negaba a ingerir cualquier cosa.
A veces oía voces que me llamaban en tono cariñoso, pero yo nos las
reconocía, y veía luces, muchas lucecitas pequeñas que me guiñaban y
querían distraer mi mente siempre ofuscada en una misma cosa.

Poco a poco me fui moviendo y sacando mis piernas de las caricias de
las sábanas, únicas caricias que tenía por entonces, y me dispuse a
levantarme.

Tragué las dos primeras cápsulas de la mañana con un poco de zumo y
recorrí con la vista el caótico panorama que tenía ante mí.
Los platos acumulados en el fregadero me miraban con ojos
censuradores y el cesto de la ropa sucia rebosaba de prendas
acumuladas de un día y otro. Sobre la mesa de la cocina, unas
patatas habían germinado y sus brotes se inclinaban hacia la derecha
buscando la luz de la ventana.

Me encogí de hombros y me volví a la cama. Lo mejor era dormir, no
pensar, no tener que decidir qué hacer. No quería hacer nada.
El teléfono estaba sonando, no sé si hacía mucho tiempo o no, pero
era igual, dejé que se cansara y por fin se quedó mudo, ¡uff, qué
alivio!
Volví a taparme la cabeza con las sábanas, me agradaba estar así,
era como si el mundo exterior desapareciera. Ese mundo que yo
arrastraba y que me parecía llevar sobre mis hombros.

Las pastillas estaban haciendo su efecto y me iba quedando
adormecida.

Cuando llegaba a este punto siempre me trasladaba mentalmente a la
barandilla del puente que pasa por encima de la autovía, tenía un
atractivo especial para mí este lugar. Lo había pensado muchas
veces. Sólo serían segundos y se acabaría todo. Pero me daba miedo,
si no, ¿por qué lo pensaba tanto?
Sentí la puerta de la casa y unos pasos.
No sé qué tiempo habría dormido.

- ¿Pero aún estás en la cama?, ¿Es que hoy tampoco piensas hacer nada?

Era como un mazazo en la cabeza.
No respondí, ¿para qué? Recordé las palabras del médico en la última
visita:
- Necesitas mucha ayuda María, y sigue las pautas que te he marcado.

Allí, justo allí, acababa de entrar la ayuda diaria que necesitaba.

Marila.

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DE CUANDO ESTUVE LOCA  (5)

Cerraba la tarde de aquel día de invierno.

En el cuarto, apenas entraba ya alguna luz de los últimos suspiros de un sol que se retiraba temprano.

Una tenue penumbra iba embalsamando el aire poniendo figuras fantasmagóricas en el techo de la alcoba.

Mis ojos, medio cerrados, se perdían en las alturas sin ver nada.

 Sobre la mesilla de noche, un vaso con agua y unas cajas de pastillas parecían formar parte de la decoración habitual de la estancia.

 El cansancio se acentuaba mucho más al llegar la tarde, un cansancio inexplicable, no hacía nada, ni me había preocupado de nada. Las horas habían transcurrido insufriblemente lentas, anodinamente vacías.

 El pozo negro, por donde poco a poco me deslizaba, no llevaba a ninguna parte. Durante el día, su descenso se hacía más llevadero, pero al llegar la anochecida, el fondo se agrandaba y se hacía más profundo, eran los momentos más desazonadores.

 -¿Para qué?, me preguntaba una y otra vez en los pocos minutos que mi mente era capaz de coordinar algo. No importaba nada, absolutamente nada, ¿qué hacía allí como un vegetal y siempre arrastrando este peso que no podía explicarme?

 No había nada por lo que luchar, nada que mereciera la pena abrir los ojos. Sería mucho mejor para todos... marcharse de una vez.

Esta idea se clavó en mi mente y fue tomando cuerpo, entonces me puse a pensar cómo, cuándo y dónde.

El dolor físico siempre me ha aterrado, tanto y tanto que iba descartando ideas.

De pronto, encontré la que me pareció más adecuada.

 El puente que cruza la autovía y que lleva al pueblo de al lado, estaba relativamente muy cerca. Las personas solían ir dando un paseo hasta la plaza de la Iglesia, allí había una tiendecilla donde vendían entre otras cosas, patatas recién fritas, y a veces iban simplemente a comprarlas. También en la parroquia, en la misma plaza, había muchas actividades y era muy frecuentada.

 Ya estaba anocheciendo, no debía haber muchos transeúntes a estas horas.

Como empujada por un resorte me incorporé, me vestí y eché una última mirada al entorno. Por un instante, al pasar por la puerta del cuarto de mis hijos, pensé en ellos. Antes que ninguna duda disuasoria se apoderara de mi y me hiciera cambiar de idea, me encerré en el pensamiento único de que, también, iba a ser lo mejor para ellos. Ya tenían que estar cansados de ver cada día una casa desordenada, la ropa sin lavar, los cuartos de baño churreteados, las patatas en la cocina germinando y los platos sin fregar,

-Sí, es lo mejor para todos, y salí a la calle.

 Ni bolso, ni llaves, no me iban a hacer falta ninguna.

Bajé la cuesta y con paso lento me fui hacia el puente. Acodé los brazos en la barandilla y me quedé un rato mirando la velocidad de los coches que circulaban bajo mis pies.

 Dos segundos, quizás tres, no más. Eso sería lo que tardaría en caer. No tendría tiempo de sentir pánico y, todo habría terminado por fin.

 Pero a mí siempre me crecieron los enanos, o en este momento, precisamente,  no fue así. Quizás una mano misteriosa, un algo, alguien; dicen que todos tienen un ángel aunque yo nunca he notado la presencia del que me hayan  asignado.

 Cuando iba a realizar, lo que yo creía mi hazaña... los faros de un coche que iba a cruzar el puente detuvieron mi intento y esperé que desapareciera después de rebasarlo, pero no, se detuvo a mi lado y por la ventanilla escuché la voz de mi amiga y vecina.

-¿Vas a la parroquia?

-No, estaba dando un paseo.

-Anda sube, acompáñame, hoy canta el coro de los jovencitos.

-No, no, no tengo ganas, me duele la cabeza.

-Sí mujer, te vendrá bien, te distraerás y ni te darás cuenta del dolor de tu cabeza, anda, sube de una vez.

Y se bajó del coche, me tomó del brazo y, casi a rastras me metió en él.

 Cuando llegamos a la plaza y aparcó, quise escabullirme de nuevo, pero me cogió de nuevamente por el brazo y me condujo con ella al salón parroquial.

 No sé si mi vecina sabía algo de mi estado de ánimos, ni si se le pasó por la cabeza la idea que yo llevaba, nunca, ni entonces ni después, me ha dicho nada al respecto.

 Habían suspendido la actuación del coro y, en su lugar, había un coloquio con un teólogo al qué le hacían preguntas.

Yo no escuchaba, me sentía más que contrariada por la interrupción y cambio de mi plan.

 En medio de preguntas y repuestas, alcancé a oír la voz del teólogo:

...-nunca sabremos porqué, a veces, nuestros planes no salen como queremos, ni nos detenemos a pensar que, precisamente, el no conseguirlos, es mejor para nosotros...

Con esta frase grabada, empecé a renacer de nuevo ese día.

 Como castigo, a la vuelta, tuve que ir a pedirle a una vecina una copia de la llave de mi casa, que le tenía dejada; extrañada, no se explicaba cómo había salido hasta sin bolso.

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LA SIESTA ES "SAGRÁ"

¿Está el señó Manué?

- No está, mira, lo siento. Bueno, si está pero no puede salir ahora.

- ¡Ay, señora Rosita! Es que es algo mu urgente.

- ¿Urgente, niña, qué dices?:  ¡no son estas, horas de urgencias!

- ¿Pues cuándo puedo venir pa que don Manué m-atienda?

- Teniendo en cuenta que hoy, se ha tomado un buen gazpacho,
un cocido y su pringá que resucitaba a un muerto, y de postre
medio melón del huerto de don Ramiro, creo... opino... que hasta la seis de

la tarde no habrá hecho la digestión. Entre que se refresca un
poco y se toma su café, vente cerca de las siete, a ver si te puede
atender.
-
Pero, dime, Carmelita, y no es por curiosidad: ¿qué es eso con tanta
urgencia que no pueda esperar que una persona normal se levante de
su siesta como Dios manda?

- Es que como don Manué sabe tanto de to, quiero pedirle consejo a
ver qué tengo que jasé para que mi José no ronque cuando se echa a la
siesta y puea dormí yo también.

-¡Hija!, ¿es ése el grave problema? Lo vamos a solucionar, porque la
siesta es sagrá y si ese mastuerzo te impide que tú la goces, con
un buen cubo de agua fresca, por encima de su cabeza, además de
refrescarle, también le va a quitar las ganas de joder y de impedir a
los demás, que disfruten de su siesta.

 

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MI OBJETO DE DESEO

 

Desde el primer momento que lo vi, me quedé prendada.

Él no pareció notarlo, al menos, no hizo ningún gesto que denotara, ni siquiera, una complacencia por la conquista que había hecho sin el menor esfuerzo por su parte.

Siempre el mismo gesto, siempre en silencio... y así, un día y otro.

La única que prodigaba las palabras amables y cariñosas era yo, la única que alargaba a veces su mano y acariciaba su piel, era yo. Él siempre impertérrito, no hacía otra cosa que dejarse querer.

Mi interés aumentada a pasos acelerados y el deseo de poseerlo se acrecentaba más y más, ante su indiferencia.

Fui obsesionándome de tal manera, que se convirtió en el protagonista de mis sueños. A veces, eran pesadillas en las que soñaba que le perdía; otras, en cambio, gozaba indeciblemente con el final soñado y esperado por mi.

Era un reto que me había marcado, y que, acentuaba mi deseo cada vez que lo miraba y notaba su total indiferencia.

Yo pensaba para mis adentros, -si no estuviese a gusto, no seguiría adelante- y con eso me conformaba.

Ya hacía varios meses que no apreciaba ningún adelanto, y a medida que pasaba el tiempo, mis ansias de poseerlo aumentaban; vivo últimamente en una continua represión, alterada, deseando que llegue el instante y me colme de placer.

Todos los días me digo –hoy será cuando caiga rendido. Pues no, no hay apenas diferencia alguna de un día a otro.

Hoy, cuando lo miré, pensé que ya había llegado el momento... pero no, no estaba aún en condiciones según pude observar, y yo, no quise forzar ni precipitar nada. Pero hoy, sí tenía una cara diferente, algo por dentro me hizo concebir esperanzas, unas esperanzas que venía alimentando yo sola desde hacía meses.

¡Mañana caerá! –me dije. No puedo estar esperando toda la vida, había tenido una paciencia infinita, había cuidado hasta el más mínimo detalle; mi cariño era más que evidente, ¿por qué se resistía?

Pasé toda la mañana en la oficina obsesionada con el mismo pensamiento: Hoy será el día, de hoy no pasa.

Más tarde, cuando me acerqué a él, confirmé que estaba en lo cierto, ¡por fin hoy colmaría mis deseos!

Me puse cómoda de ropa y luego me fui a la cocina a preparar algo.

Después, extendí un lindo mantel sobre la mesa del comedor; la ocasión bien merecía la pena. Los platos de la vajilla buena, las copas, la cubertería de plata... Todo preparado como para un día muy especial.

Además, los preliminares son sumamente importantes para la buena culminación del hecho.

No faltaba nada, la ensalada recién aliñada tenía una cara estupenda.

En ese momento, me acerqué a él, alargué mi mano y lo aprisioné; lo llevé hasta la mesa y me senté.

Entonces, sentí dentro ese cosquilleo que precede al momento del deleite.

Con todo el cuidado del mundo, abrí mi mano y lo dejé en el sitio preparado para él. Tomé el cubierto y me dispuse a empezar.

¡Dios mío!, que placer cuando me lo introduje en la boca y empecé a saborear sus jugos.

Era el tomatito argentino más delicioso del mundo, lo había criado yo y ahora lo estaba disfrutando a placer.

 

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COPITO

La noche antes, papá se presentó con un corderito recién nacido que le habían regalado. Era tarde y nosotros, ya estábamos acostados, así que, a la mañana siguiente cuando nos levantamos y bajamos a desayunar nos encontramos con el nuevo personaje.

 Era como un pedazo de algodón y nos miraba pidiendo protección a gritos, o al menos, nosotros eso era lo que creíamos deducir de sus pequeñas baladas.

 Mamá dijo que se lo llevarían a la finca en dos o tres días, era tan pequeño que no tomaba más que biberón, pero, “en cuanto coma sólo, se va para la finca”.

 Había peleas para ver quién le daba de comer, o mejor dicho, de beber.

Enseguida nos hicimos con un biberón y fue adoptado por todos mis primos y amigos.

Le compramos un cascabelillo y se lo pusimos con una cinta, alrededor del cuello.

También hubo sus más y sus menos para decidir el color de la cinta. No sabíamos si azul o rosa, no teníamos muy claro si era “cabrito o cabrita”.

 Celebramos un serio bautizo y le pusimos el nombre de “copito”. Y digo lo de serio, porque mi hermano fue con un botecillo a la iglesia y lo metió en la pileta del agua bendita para llenarlo y traérsela a casa. Aquello le daba un aire formal a dicha ceremonia.

 

Mi casa era grande, como todas las casas de pueblo, además, desde el jardín, había una salida con dos escalones que daba a unas grandes naves y solares donde se ubicaba el negocio. Había partes techadas y otras que no, así que no tendría que ser estorbo alguno en la vivienda.

 Fue, durante varios días, nuestro juguete preferido. Lo bañábamos y perfumábamos como si de un bebé se tratase.

 Mamá nos advertía una y otra vez que no nos encariñáramos, que, en cuanto comiese algo, se lo llevarían al campo.

Aquello no servía de gran cosa, ya le teníamos tomado un gran cariño y cuando lo llevábamos a una parte del solar, en donde había hierba, observábamos si “copito” comía ésta o no.

Entonces, volvíamos todos jubilosos para comunicar que aún no podía comer y que necesitaba los biberones todavía.

 Mamá, a pesar de sus protestas, lo miraba con cariño, y esto, nos hizo concebir la idea de que se quedaría en casa. Mucho más, cuando “copito” iba detrás de ella como un perrito, la seguía a todas partes y, a veces, se colaba dentro de la casa, hecho que no parecía disgustarle tanto como se podría suponer.

 La que sí protestaba a todas horas, era la tata; decía que –a dónde íbamos a llegar, con un borrego en la casa- y os aseguro que cuando decía borrego, lo hacía de forma harto despectiva.

 Y, para que no se enfadase más, estábamos a la expectativa para recoger las cagalutas que de vez en cuando dejaba el pobre animalito y evitar que ella las viese, aunque más de una vez no pudimos impedirlo.

 Si bien, los niños olvidan cualquier cosa tras otra novedad más reciente. No es que “copito” no llenara nuestras horas, no, pero no estábamos tan pendientes de él como los primeros días. Claro que, como estábamos de vacaciones, eran muchas horas al día para ocuparnos de otras actividades.

 El interés nuestro pasó a la bicicleta nueva que nos habían comprado.

 Los domingos había dos misas en la Iglesia del Pueblo: la "de alba, a las seis de la mañana, y la misa mayor, sobre las 11 o las 12. Si por cualquier cosa teníamos proyectada alguna excursión, íbamos a la primera. Si no, íbamos a la de las once, todos muy arregladitos de “domingo” que nos duraba en tiempo justo de la ceremonia, una vez fuera, no respetábamos las vestimentas, así que cuando volvíamos a la hora de comer, raro era el qué llevaba la ropa sin una mancha o un desgarro.

Aquel domingo, nuestro plan era la nueva bici recién comprada.

 Habíamos proyectado salir hasta la ribera, unos tres kilómetros, todos en bicicleta, hermanos, primos y amigos.

Mamá, nos insistió en que, después de la misa, fuéramos a casa a cambiarnos de ropa.

Cuando llegamos a la puerta, ella estaba despidiendo a Luís el “carnicero”. Este hombre tenía una carnicería en el mercado y, además, en tiempo de las matanzas de cerdos, era el que iba a las casas al despuntar la mañana, para matar los cochinos, de ahí le venía el sobrenombre, creo yo, más que del despacho de carne que tenía.

 - Bueno, Luís, pásate a medio día a tomarte una cerveza y una tapa-

 La ribera, como ya he dicho antes, estaba a tres kilómetros, cuesta abajo, luego la vuelta no era tan cómoda, pero con aquellas edades, eso era poco impedimento.

Regresamos a la hora de comer y, después de asearnos un poco, nos repartimos alrededor de la gran mesa, ya preparada para el almuerzo. Mis dos primos mayores comían en casa también. Esto era algo habitual los días de fiesta. Siempre había invitados extras.

 Todos picábamos de una gran fuente de patatas fritas mientras esperábamos hambrientos la caldereta que había hecho la tata.

Nos fueron sirviendo a uno tras otro y, cuando ya nos disponíamos a empezar, apareció Luís.

 -Pues aquí estoy para esa cervecita y a ver cómo está ese cordero-

 La tata le dio un codazo e hizo una seña que nosotros no entendimos, y se fue a la cocina por un plato.

Se le hizo un sitio y se sentó a la mesa.

Nosotros le mirábamos atentamente aún sin comenzar a comer.

Él, después de unos sorbos al vaso de cerveza, pinchó con el tenedor una presa y se la metió en la boca. La masticó parsimoniosamente y después de tragarla, comentó:

-Pues si que está sabroso este corderito-

 Como impulsados por un resorte, nos pusimos en pie y gritamos más que preguntamos:

-¡¡¡Copitooooo!!!

 -¡Estáis tontos! Comed ya, “copito” está en el campo.

 De nada sirvieron las explicaciones. Con los ojos desorbitados mirábamos la gran fuente ovalada llena de carne mientras de nuestros ojos se escapaba un raudal de lágrimas. Entre llantos e hipidos, llenos de desconsuelo, le llamamos asesinos a Luís, a la tata y no recuerdo si a mi madre también.

 Nos levantamos de la mesa y nos agrupamos en el patio sin hacer ningún caso a los llamamientos que nos hacían, mientras trataban de convencernos para que volviésemos a sentarnos a comer.

Pero fue inútil, muertos de hambre y de pena, aquel día hicimos huelga de hambre.

Creo que, fue la primera huelga de hambre de la historia.

 

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UN CAJERO SIN PACIENCIA .

 -¿Qué dice usted?, ¿qué no me puede dar el dinero?

Óigame caballero, me voy de vacaciones, mañana salgo de viaje y, comprenderá que no me puedo marchar con 47, 32 € aunque fuese ahí al lado, que no es el caso.

 -Señora, su carnet está caducado, lo siento, pero estas son las normas; (eso de que me llamen señora me pone de los nervios, lo que añoro aquello de: ¿qué quieres?, de la dependienta, el camarero, etc.)

-Tengo más documentos, ¿puede servir el carnet de conducir?

-Puede, a ver, déjemelo.

Rebusco en el sin-fondo de mi bolso la carpeta con las tarjetas y demás documentos acreditativos que convenzan a este señor de que yo soy la que soy.

¡Estos bolsos de ahora son un asco! Como son tan grandes, no hay cristiano, o mejor dicho, cristiana que encuentre nada, bueno, cristiana, mahometana o atea, que para el caso es igual.

Y allá acabo poniendo encima del mostrador la mitad de los enseres que llevo, mientras el cajero me mira con ojos desesperados e impacientes.

Las llaves, llaves del coche, de la casa, de la oficina, llaves de todo menos de la caja fuerte del dichoso banco. La funda de las gafas, las de ver y las de no ver, con cristales oscuros. El monedero de mano, la barra de labios, el perfumador, la toallita de no recuerdo que restaurante, una libretita, un bolígrafo, una caja de juanolas, dos o tres caramelos por si me da la tos inoportuna, tiques de supermercados, de cafeterías, entradas del teatro que fui hace cuatro meses, el tabaco, el mechero, el móvil... en fin que allá en el fondo de todo estaba la dichosa carpetita.

La saco y, con una sonrisa reconciliadora miro al cajero que está echando humos por lar orejas.

Ni caso, así que la abro y rebusco el carnet de conducir y se lo entrego. Y digo rebusco, por que a mi no me es nunca suficiente con buscar una vez.

Él, lo mira minuciosamente como si fuera la primera vez que ve un permiso de conducir, me mira mí, vuelve a mirar el documento y me lo tiende.

-Señora, los datos que constan en este carnet no coinciden con su DNI.

-¿Ha visto usted la foto?, ¿no es la misma persona? Un poco más vieja pero yo, yo mismita ¿Qué pasa ahora?

-Pasa que la fecha de nacimiento de uno no es la misma que del otro.

-Mire usted, yo nací un 14 de marzo, digan lo que digan esos papelotes. Tengo más documentos, la tarjeta de la Seguridad Social, espere...

Y vuelvo a rebuscar en la carpetita hasta dar con la susodicha tarjeta. Se la entrego y me quedo expectante a ver que me dice ahora.

Señora, hoy no es 28 de diciembre, ¿verdad?, ¿me está usted tomando el pelo o esto es un programita de eso de objetivos indiscretos?

Hay personas esperando que usted termine y mi paciencia está llegando al límite.

-La fecha de nacimiento que tiene su tarjeta de la Seguridad Social- me va diciendo despacio y remarcando las sílabas –no es ninguna de las de los documentos anteriores. Según su DNI, que además está caducado, usted nació el día 3 de marzo, según consta en su permiso de conducir, vino usted a este mundo el día 4, pero lo peor de todo, es que en su tarjeta de Seguridad Social, usted nació el día 8 pero, de cinco años después. Así que recoja todas estas cosas y márchese de aquí, ¡¡márchese!!

Yo no podía creer que fuera verdad todo lo que me estaba diciendo, así que tomé todas mis credenciales y fui cotejando las fechas de nacimiento, ¡ay madre mía!, era cierto, por poco es que ni nazco. Y todo esto sin mirar el pasaporte que tenía en casa, seguro que estaría caducado también, pero, más seguro sería que tendría otra fecha diferente.

Recogí mis pertenencias y empecé a pensar, de momento, ¿cómo hacerme de algún dinero? y, de segundo, ¿cómo voy a acreditar que soy la que soy y que nací cuando nací?

-Mire señor, perdone, hágase la cuenta que no ha visto nada más que mi permiso de conducir y, por el amor de Dios, déme usted algo de dinero.

-Seguramente que éste será mi último día de trabajo, pero... ¡¡márchese!!

Y me fui con mis 47,32 €. ¡Qué barbaridad! Mucho señora, señora, pero que poca paciencia tienen hoy día estos empleados.

 

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APARCADO, PERO ¿DÓNDE?

Ya sabéis todos lo despistada que soy, no os voy a descubrir nada nuevo. A veces me pasan cosas que yo creo, no le pasan a las demás, cuando alguien me cuenta que le ha sucedido esto o aquello, yo, no es que me alegre, pero hijas mías, me consuela mucho saber que hay otros seres en este planeta que le suelen acontecer cosas parecidas.

La última ha sido este viernes pasado.

Una, ya a estas edades, los viernes, las pilas las tiene agotaditas, ni Duralcel, ni alcalinas, ni na de na.

Pues me había llamado mi hijo, a medio día, para decirme que llegaría un poco más tarde, que iba a pasarse a hacerle la revisión al coche, así que piqué algo y me metí en la cama a descansar y reponer fuerzas para el fin de semana, que me pongo el uniforme de Mari y me convierto en un ama de casa, mala, pero ama de casa.

Cuando estaba en la primera etapa de mi sueño, llegó el niño. Ya me espabiló y más cuando me sugirió que me levantara y nos fuéramos a uno de estos grandes almacenes, donde hay de todo y que tenemos no muy lejos, que quería ver algo de ropa.

-Buenooooo, que se le va a hacer...

Y como una buena y amorosa madre, me vestí y nos fuimos a ver más que a comprar, yo ya me conozco el rollo, mira y mira, y lo que le gusta no hay su talla y lo que hay su talla, no le gusta.

Decir que se llevó la mayoría del tiempo con el móvil en la oreja, decir que yo tenía un calor de espanto allí dentro, decir que estaba cansada como una burra, sí, si, aquí se dice: como una burra, aunque me imagino que las burras en estos tiempos viven estupendamente y se cansan muy poquito.

Decir que lo único que se compró fue una película.

Ya le había dicho antes de ir, que tenía que estar temprano en casa, que era el Chat del foro.

-¡De sobra vamos a estar de vuelta!

Bueno, pues cuando decidimos volvernos y salimos al aparcamiento, me pregunta:

-Dónde está el coche.

¡Señor! Si yo me suelo perder en la calle Sierpes.

Cuando voy sola y aparco, lo más, lo más, procuro memorizar la letra.: La A de animal, la B de borrico, la C de… no os digo de qué.

¿Pero el número?, eso es mucho pedirme, si yo no me sé ni la matrícula de mi coche y lo más que llego es a las letras y porque el vendedor me dijo BDL, pues está muy claro: Bocadillo De Lomo.

Bueno, a lo que iba, esta vez y viniendo el niño conmigo, pues la verdad, no miré ni la letra siquiera.

-Y yo qué sé- le respondí.

-¿Pero cómo qué no sabes?

- ¿Y tú por qué no te has fijado?

-Yo estaba hablando por teléfono y la que traía el coche eras tú.

-Pues vamos a buscarlo.

Y ahí me tienen ustedes recorriéndome toda la planta sótano del grandísimo aparcamiento, ya sabéis cómo son de grandes los aparcamientos de estos sitios.

Coches y coches y nada. Sólo me acordaba que estaba en un lateral, pegado a la pared y que era el penúltimo de esa fila, pero ¿dónde? Ni idea.

Recorrimos toda la planta y nada, entonces sugerí entrar en la tienda, salir por donde habíamos entrado y volver a tratar de desandar el camino de la llegada.

Nada, no aparecía, de pronto recuerdo que cuando entramos nos desviaron directamente a la planta más baja, luego, estábamos buscando en otra planta.

Bueno, pues bajamos a la planta inferior y… vuelta a empezar,  recorrer toda la planta del aparcamiento nuevamente, esta vez fue más fácil, quedaban menos coches, y es que llevábamos andando tres cuartos de hora.

-Yo me siento en este poyete y me avisas cuando aparezca. –le dije

Y se fue rezongando por lo bajo.

Intuyo que le daba vergüenza decir que estaba buscando dónde había aparcado su madre el coche.

Me dolían los pies, las piernas y el alma entera y el maldito coche sin aparecer.

En esto veo un guardia de seguridad por allí cerca, y me acerco a él.

-Oiga, señor, he perdido el coche, ¿cómo puedo encontrarlo?

- Dígame la matrícula, marca y color y llamo a uno de los guardias con moto, para que se lo busque.

-¿Matrícula? Yo no sé cuál es la matrícula, pero es  un Peugeot azul oscuro y las letras son Bocadillo De Lomo. Yo hacía más de cinco años que había comprado el coche.

Creo que el señor iba a llamar a los “loqueros”, cuando apareció mi hijo.

¡Ya lo había encontrado!

Aún no se le había pasado el mosqueo, y la verdad, yo no creo que fuera para tanto, al fin y al cabo a la que le dolían las piernas y estaba muerta, era yo. Y además, habíamos venido por que él se quería comprar ropa, aunque al final, lo único que se compró, fue una película.

 

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