LA TABERNA

 

Basilio, se restregó los ojos con el dorso de la mano una vez más, era como si quisiera borrar los recuerdos de un manotazo. En realidad, no quería borrarlos, eran una argamasa que bullía en su cabeza, daban vueltas y más vueltas sin fechas ni orden cronológico. Le llenaban de nostalgia y, a la vez, le envolvían en una ternura infinita que hacían inflar su pecho en entrecortados y jadeantes exhalaciones.

 

Se acercó despacio, muy despacio, sus piernas, con el paso de los años, apenas le obedecían. Tomó un vaso de la estantería, una estantería llena de polvo, donde los vasos y copas, junto a unas botellas de vinos antiquísimas, dormían las resacas de tantas fechas pasadas. Se encaminó hacia el  fondo, se aproximó a un tonel y abrió la espita poniendo el vaso debajo hasta que se llenó. Se dio la vuelta con el mismo paso cansado y se dejó caer en una de las sillas que rodeaban una vieja mesa de madera.

Bebió un sorbo y, cerrando los ojos, lo estuvo paladeando. Después, con mirada triste fue repasando detenidamente toda la estancia, era como si pretendiera grabarla en su retina.

Miró la tapa de la mesa que tenía delante, estaba llena de pintadas de bolígrafos y muescas de navajas y punzones, había un corazón horadado en la madera con unas iniciales en el interior que le hizo sonreír.

Después, su mirada se perdió en el entorno.

El techo de madera, desde donde colgaban una infinidad de objetos milenarios y en desuso hacía tiempo; un trozo de maroma ennegrecido y raído, una balanza de platos de latón, en otro tiempo relucientes, pero hoy día, el polvo le había robado el lustre, a su lado también colgaban diferentes pesas, cencerros, muchos cencerros de variados tamaños, colgados aquí y allá, un fuelle, hoces, candiles, lámparas de carburo que buen servicio hicieron en época pasada.

Al fondo, los toneles enfilados con el letrero que definía la clase del oro que guardaban o habían guardado, apenas perceptible ya. Entre los colgantes del techo y los toneles había algunas telarañas, pero, Basilio decía siempre que no se limpiaran, que eso ayudaba a la crianza y conservación del vino.

Un arco recubierto de azulejos, dividía la estancia. Delante del mismo, varias mesas de madera, rodeadas de sillas que esperaban inútilmente apaciguar el cansancio de los parroquianos que solían venir no hacía mucho y que ya no volverían.

 

¿Dónde andarán?, -se preguntó mentalmente- ¿Dónde derramarán sus cuitas ahora?, y su boca se curvó queriendo dibujar una sonrisa que sólo llegó a melancólica mueca.

 

Una larga barra en forma de ele, llegaba desde casi la entrada del local hasta el fondo donde estaban los toneles. Detrás de la barra, una estantería de lado a lado y, dividiendo ésta, una pizarra con algo escrito muy borroso, que se suponía serían las tapas o los precios de las bebidas, pero que, hoy día, apenas se podía leer nada. En la parte inferior, varios nombres y unos números al lado. Basilio miró aquellos nombres con ojos acuosos y, adivinó, más que leyó: Ramón – 15 pesetas, El Pelao – 9 pesetas, Antonio – 16 pesetas... y Marcelo, y Tomás y Pepe y así unos cuantos más.

Su rostro, se iluminó por un momento como si los tuviera otra vez delante; aquellos eran sus fieles amigos, más que su público, siempre a falta de un duro en los bolsillos y que él, les apuntaba sus cuentas que nunca cobraba.

 

Sí, ya lo sabía, no hacía falta que se lo dijeran sus hijos, aquello no era ya rentable, pero, ¿qué importaba?, había sido su vida durante muchos, muchos años, allí se había pasado horas y horas hablando con ellos, discutiendo lo mal que estaba la estación para la siembra o para la cosecha del algodón, el partido del domingo, el arreglo de la carretera, la última disposición del alcalde, etc.

Cualquier cosa los tenía entretenidos amigablemente, aunque a veces alguno se exaltara.

 

¿Y trabajar?, ¡cómo trabajó todos estos años!, para que nada faltara en casa a su Matilde ni a sus hijos, para pagar los estudios de estos, para saldar las cuentas a todos sus proveedores, cada final de mes. Trabajar, trabajar... desde que despuntaba el día hasta bien entrada la noche.

-Había valido la pena,- se dijo a sí mismo.

 

Cuando meses atrás cayó enfermo y estuvo ingresado en el hospital varias semanas, echó en falta a los amigos y sus tertulias; aunque alguno viniera a visitarle, él, comprendía que ahora ya no lograban ir y venir libremente, y más, fuera del pueblo; la mayoría estaban supeditados a que los hijos de cada uno pudieran llevarlos, y los hijos ¡siempre están yan ocupados, siempre tienen tantas cosas que hacer!...

 

Cuando volvió a casa, ellos, los suyos, decidieron que La Taberna se cerrara, que ya no tenía cuenta tenerla abierta y que él no estaba en condiciones para estar al frente de aquello, que los últimos años atrás, habían estado pagando los desaguisados que se habían presentado, por que él, ya no tenía la cabeza en su sitio, ya no sabía cómo hacer las cosas.

 

Él, con más de cincuenta años al frente de todo, había sacado adelante a su familia, estudios a los tres varones, ninguno quiso hacerse cargo del negocio; les había comprado el piso cuando se casaron, e incluso, a más de uno le dejó “prestado” algún dinero en los comienzos de sus matrimonios, ahora, resulta que: ¡no he sabido hacer nada bien, que todo esto ya se veía venir!

Ya lo han decidido. Una reunión el fin de semana y, por unanimidad, habían decidido cerrarla definitivamente, venderían el local y así ayudaría a pagar una buena residencia, porque él, ya no estaba para vivir sólo en el pueblo y ellos tenían su vida en la ciudad y no podían estar yendo y viniendo, habían dicho.

 

¡Ah, si su Matilde viviera!, pero su Matilde se marchó de repente unos años atrás sin dejarle un periodo para hacerse con el pensamiento de no volverla a tener al lado y, poco a poco, él se fue formando la idea de que su vida era aquello: La Taberna.

Por eso, ahora, ellos no comprendían que su vida se quedaba entre las añejas paredes de aquel lugar, y se echaron a reír con sorna cuando les dijo que quería despedirse de ella.

 

Su cabeza se volvió a llenar con el recuerdo de sus amigos.

Cuando murió su mujer, Ramón fue su paño de lágrimas y Teresa, su mujer, se encargó de buscarle alguien que le limpiara la casa y la ropa, que de la comida, ya se encargaba ella de llevarle todos los días algo, con la cantinela de: me salió más de la cuenta o pasaba por aquí...

Y Antonio, ¿cómo olvidarlo? Antonio venía a diario por la taberna después de terminar su jornada, y no sólo eso, trajo un día a su hijo para que me arreglase unos enchufes; desde entonces, un día cada semana, venía Antoñito para ver que había que arreglar. Nunca me quiso cobrar nada, -póngame un vinito, decía- y yo le ponía un vinito de ese tonel reservado a los muy amigos y que no estaba a la venta.

 

¿Y los viernes?, los viernes, nos reuníamos para echar unas partidas de dominó, el qué perdía pagaba la ronda. ¡Que mal perder tenía el Pelao! Claro, el pobre andaba siempre a dos velas. Yo le solía hacer préstamos que sabía por adelantado, nunca cobraría, pero para eso están los amigos, ¡que caray! Y ellos lo eran y de los de verdad.

 

Se levantó y fue a por otro vasillo de vino, el de los muy amigos, el que nadie más que ellos degustaban, el que según Marcelo, resucitaba a los muertos. Pero él no quería resucitar, quería dormirse allí y marcharse despacio sin aspavientos con su Matilde, que seguro, seguro lo estaría esperando. Y en primer lugar, le regañaría por irse antes de la cuenta, pero luego la tomaría por los hombros y le diría: ¿Te has fijado Mati? ¿Has visto lo mayores que se han puesto?, y ¿te has dado cuenta desde aquí que lo saben todo?, saben mucho más que tú y yo. No te preocupes por ellos, mujer, ya saben andar solos, ya no necesitan a estos viejos para nada, ellos tienen su vida y hay que comprenderlos, pero ¿sabes una cosa?: Me cuesta decir adiós a todo esto, es como si me arrancaran parte del corazón, ¡si seré gilipollas! Al fin y al cabo, esto tenía sentido cuando tú estabas conmigo y venías los sábados a última hora. Nos sentábamos en el fondo, ¿te acuerdas, Mati, te acuerdas?, nos tomábamos unos vinitos y brindábamos como dos tórtolos: ¡Salud, por nosotros! Y luego cerrábamos y nos íbamos cogidos del brazo hasta casa.

Como corre el tiempo, Mati, parece que fuera ayer mismo.

En fin, una vez más: ¡Salud, por nosotros!

Con la mano temblorosa, se llevó el vaso a la boca y apuró de un trago el vino, antes que el cristal rodara por los suelos.

Sep.08

 

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