M I

S

T

E

R

I

O

 

E N

 

O S

U

N

A


 

 

Marchaba yo a buen ritmo, con mi coche nuevo, carretera adelante camino de unos bien merecidos días de descanso.

 

Me habían invitado unos amigos a su casa en Málaga, y a mi, una enamorada de la Costa del Sol, me había parecido la mejor manera de disfrutar de su compañía, del lugar y, al mismo tiempo, quitarme de la cabeza el agobio de trabajo de las últimas semanas, así que avanzaba envuelta en la melodiosa voz de Pasión Vega en la radio, el cristal de la ventanilla un poco bajado para aspirar el aroma de la arboleda que flanqueaba la carretera; realmente iba feliz y contenta.

 

Antes de salir había estado ultimando varias gestiones y se me había hecho demasiado tarde. La luz del ocaso ya iba languideciendo, y aún me quedaba casi dos horas. Me gusta conducir, me relaja, siempre que el tráfico esté más o menos tranquilo; me encontraba justo en la salida para Osuna y decidí hacer noche allí.

 

Osuna es una ciudad bellísima, extraña y llena de magia. Por poner un ejemplo, una de sus calles tiene el record mundial de poseer el mayor número de palacios por metros cuadrados.

 

La carretera que me separaba desde la salida de la autovía, apenas unos kilómetros, era bastante estrecha. En una de sus curvas y sólo a un par de  kilómetros de la ciudad, me encontré con una furgoneta que se me vino  encima, Yo pensaba para mis adentro: ¡que se me viene, que se me viene!, que tuve que desplazarme a mi derecha tanto que me quedé en la cuneta. ¡Uff! El susto fue tremendo. El coche quedó inclinado hacia la parte del costado derecho y con las dos ruedas metidas en la dichosa cuneta. ¡Ahora, a ver cómo lo sacaba de allí!

 

Había salido fuera y miraba a un lado y otro esperando ver a alguien que me echara una mano, pero no se veía un alma por todos los alrededores. De pronto, vi venir una camioneta hacia donde yo me encontraba; cuando llegó a mi altura, y al ver el coche como estaba, se paró y descendieron sus ocupantes. Eran dos hombres de unos cuarenta y tantos años.

 

Con toda la parsimonia del mundo, miraron una y otra vez mi coche y me miraban a mi. Al cabo de unos minutos, uno de ellos fue hasta la camioneta y cuando volvió, estaba hablando por un walki del año catapún y explicando a su interlocutor.
 

-Pos ná, no la pasa’o ná, están bien los dos.
 

Los dos éramos mi coche y yo, ¡claro!
 

-De seguro que la señora que ha querí’o dar la vuelta y la falta’o  carretera.

-¿?

-Ahora lo rempujamos y listo.

 

Intenté explicarles que no, que no había querido dar ninguna vuelta, que se me había echado encima una furgoneta que venía del pueblo.
 

-Mire señora, nosotros vamos p’al pueblo y no nos hemos cruza’o con ninguna furgoneta.

 

Era inútil, me miraban con una cara de guasa que me hizo pensar que no se creían nada de lo que les estaba contando, y desistí de explicar nada más.

 

Efectivamente, me ayudaron a sacar el coche, no empujándolo como decían, sino tirando con una soga que habían sacado y habían atado de un coche a otro.

Terminada la maniobra y escoltada por la incrédula pareja en su camioneta, emprendí la marcha, deseando llegar cuanto antes a un hotel y relajarme.

 

El coche, hacía un ruido extraño, como si rozase alguna aleta con la rueda. Aminoré la marcha y reduje hasta casi seguir en primera, era la única manera que no hacía el fastidioso ruidito.
 

Me dije que así no podría seguir y que era preciso que me lo mirasen en algún taller, yo soy una nulidad para los autos, no sé nada de nada, -bueno, lo imprescindible: abrir el capó y mirar el motor, pero eso, seguro no me arreglaría absolutamente nada, porque a mi corto entender, no era cosa del motor, sino más bien, como he dicho antes, de alguna rueda-.

 

Decidí que era lo más prudente. Llamaría a mis amigos y les avisaría que no llegaría esta noche.

Llevaría el coche a un taller, bien temprano, pues a estas horas no encontraría ninguno abierto; mientras, aprovecharía para recorrer la ciudad. Tiene sitios preciosos para visitar y aunque la mayoría ya los conocía, sería un placer volver a reencontrarlos.

 

Hay un hotel el la calle San Pedro que es una maravilla. Un palacio del siglo XVIII, Palacio del marqués de la Gomera, barroco y decorado con los más mínimos detalles de su época, pero al mismo tiempo, confortable y cómodo hasta para los más exigentes. Cada habitación tiene una decoración diferente. Había sido restaurado e inaugurado recientemente.

 

Después de dejar el coche en el aparcamiento, y ya dentro, mientras contemplaba el patio central de columnas, rodeado de arcos y galerías con una combinación de artesonado de madera y ladrillos elaborados artesanalmente, me sentí una intrusa en aquel lugar, mirando mis botines y pantalón vaquero. Ya tuve esa sensación en la puerta de entrada de un portentoso barroco civil andaluz.

 

A la mañana siguiente, me levanté temprano y, después de dar cuenta de un sustancioso desayuno, me dispuse a llevar el coche a un taller que me habían indicado en la recepción.

 

Allí me dijeron que tendrían que verlo, pero que no podrían hacerlo hasta que terminaran una urgencia que tenían a primera hora. Me dieron un par de horas de retraso por lo menos, así que me fui a recorrer las calles y a ver algunos de sus numerosos monumentos.
 

De pronto, me entraron ganas de ir a la Colegiata, y hacia allí encaminé mis pasos.

Tenía este lugar una inexplicable atracción para mi, no sólo por la construcción y las numerosas obras de arte que contiene, sino por el hecho de saber que, al lado mismo, adosado, está el llamado Panteón Ducal, lugar donde descansaban los restos de los Duques de Osuna y sus descendientes. Sabía yo ya que hay un patio que permite el acceso a los sepulcros ducales, y me metí por él, recreándome nuevamente en todo el entorno, en el que se pueden contemplar unos grandes medallones con figuras grotescas.

 

Lo primero que me extrañó a mi llegada, fue que la puerta estuviese entreabierta dada la hora tan temprana. Entré y estuve deambulando de un lugar a otro y admirando toda la riqueza arquitectónica que me rodeaba.

Nunca, hasta ese día, noté que en el recinto había un silencio que sobrecogía.

 

Cuentan que uno de los Duques, un poco tarambana, está enterrado en la misma Colegiata, en un emplazamiento distinto, apartado del lugar en que se encuentran todos sus antepasados.

Me acerqué curioseando cuanto tenía delante.

 

De pronto, alguien me tocó en el hombro y me sobresalté mucho, dada la soledad y el silencio que había reinado durante todo el recorrido.

Me volví, y encontré ante mí a un hombre bastante mayor y demacrado; sus ropas negras y muy anticuadas le daban un aire tenebroso.

Debió notar mi miedo pues, forzando una sonrisa que no pasó de mueca, me dijo:
 

-Perdone, creo que la he asustado.

-Un poco; creía que estaba sola, -respondí con una voz que apenas me salía.

-¿Podría hacerme usted un favor? Es un gran favor, que a usted no le costará mucho.

-¿Dígame?- le respondí con un poco de recelo.

-Mire, se trata de llevar esto a esta dirección; pregunte por Mercedes y entrégueselo. No sabe usted el bien que puede hacer.

Y me alargo una pequeña y vieja cajita de madera junto a un amarillento y arrugado papel en el que apenas se podían leer unas letras.

 

Como yo no hacía ademán de cogerlo, él alargó una mano y, cogiéndome la mía, me puso en ella ambas cosas.
 

Era una mano huesuda y fría como el mármol, y ese mismo frío inesperado me recorrió todo el cuerpo; quise salir de allí cuanto antes y, cuando iba a despedirme, el señor había desaparecido como por arte de magia. Miré a un lado y otro, y no lo vÍ por ninguna parte; no tenía tiempo de haber llegado hasta la puerta de entrada, pero tampoco tenía la más remota idea de dónde podría haberse metido.
 

-Bueno, me dije- salgamos de aquí-. Y me encaminé hacia la salida con paso ligero.

 

Una vez fuera, y mientras trataba de recomponer mis emociones, lo primero que hice fue tratar de leer el amarillento papel.
 

Había una dirección muy borrosa y con letras confusas, parecía haber sido escrito con una plumilla antigua y la tinta estaba bastante emborronada, como si se hubiera mojado o estado mucho tiempo en un lugar húmedo.

 

La dirección a la que debía llevar el extraño encargo era una calle que yo no sabía dónde estaba. Bien es verdad que sólo conozco algunos nombres de las calles más céntricas. Ya preguntaré a alguien, me dije.

 

La caja, no me atrevía a abrirla, pero, al mismo tiempo, una curiosidad malsana me empujaba a hacerlo. Así estuve dudando un rato hasta que no pude aguantar más y levanté su tapa.

 

En su interior, al principio, sólo vÍ un manojo de cartas atadas con una cinta  pero, al levantar estas, encontré que debajo había un escudo de oro con un imperdible, varias monedas antiguas y un reloj con una cadena gruesa y larga que a mi me pareció todo de oro también. Era una de esas cadenas que se llevaban antiguamente para guardar el reloj en un bolsillo del chaleco, mientras el otro extremo, por delante del pecho, se sujetaba en la parte opuesta al bolsillo. En el fondo: una fotografía.

 

Era una foto descolorida en color sepia, algo desgastada por los años, pero se veían bien los rostros de un hombre y una mujer. Por el atuendo, podría ser de bastante tiempo atrás. El hombre estaba en pie con una casaca abotonada y,  en la solapa izquierda, brillaba, o me lo pareció a mí, un escudo igual al que contenía la caja. Tenía su brazo por encima de los hombros de la mujer, y en la mano que caía al lado de su cuello, llevaba una gran sortija. La mujer, de unas facciones bellísimas, llevaba un vestido al parecer negro o bastante oscuro, pero no se le veían joyas ni adorno alguno, cosa muy normal entre las gentes de alcurnia de tiempos pasado, cuando se iban a hacer un retrato.

Lo cerré de golpe y me puse a pensar... ¿qué significaría todo aquello?

 

Me sentía mal, como si hubiera violado la intimidad de alguien, pero, al fin y al cabo, el misterioso desconocido me lo había entregado para llevarlo a esa tal Mercedes, que vaya usted a saber cómo daría con ella. Además, me disculpaba interiormente, yo no había forzado ninguna cerradura.

 

Bajé a recoger el coche con la esperanza de qué por fin estuviera listo y no fuera nada de cuidado.

 

Afortunadamente, sólo había sido la chapa de la aleta que se había metido un poco hacia dentro y rozaba la rueda, me la habían enderezado; no era mucho y apenas se notaba siquiera.

 

Les pregunté por dónde caía la calle que venía en la nota y no supieron darme razón. Unos decían que estaría por la barriada esta y los otros lo contradecían.

¡Lo que me faltaba!, pensé yo; ahora, a investigar y encontrar una calle y una persona. Era un contratiempo más. ¡Con las ganas que tenía de salir de allí y olvidarme de todo!

 

Cogí el coche y me encaminé al centro; alguien tendría que saber dónde demonios quedaba esa calle.

Ninguno de los que interpelé supo darme razón de la dichosa callecita.

Estaba cansada, no sólo por la caminata que había hecho, sino por los acontecimientos que me habían causado un desasosiego bastante grande.

 

De momento se me ocurrió la idea de ir a la policía y preguntar allí; seguro que conocerían de sobra todas las calles y la ubicación de cada una; o al Ayuntamiento, en fin, en alguno de aquellos sitios podrían orientarme, siquiera fuera aproximadamente.

 

Efectivamente, en la comisaría me dijeron que era una calle de una barriada llamada Fátima, creo, y que estaba cerca de la estación; que lo mejor sería ir para allá y preguntar allí.

 

Deseando deshacerme cuanto antes de aquella encomienda, puse rumbo hacia la estación.

Volví a preguntar allí mismo, -ya había perdido la cuenta del número de veces que había hecho la misma pregunta y sin resultado alguno.

Un hombre mayor, que aguardaba la salida de un tren, me indicó por dónde tenía que llegar a la barriada.

 

Bordeando la carretera que me llevó hasta la estación, me encontré de frente con la barriada de marras. Eran algunos bloques de cuatro plantas y casas bajas de aspecto muy humilde. Dejé el coche y entré en una tienda.

Volví a preguntar por la calle a la señora, que detrás del mostrador, atendía a la escasa clientela. Le pregunté también si conocía a una tal Mercedes que, al parecer, vivía en esa calle. Una de las señoras que esperaba, intervino entonces. -Si mujer, le aclaraba a la dependienta, esa debe ser Merceditas, la hija de “la soltera”...

Y, asomándose a la puerta, dio un bocinazo.
 

-Javiiii, ven aquí.
 

Al minuto se presentó un chaval de unos diez años, todo churretoso y desaliñado.
 

-Niño, le dijo la mujer del bocinazo –acompaña a esta señora a casa de la Merceditas la de “la soltera”.

El chaval echó a andar, y yo, después de dar las gracias, le seguí. Él iba delante de mí y, de vez en cuando, volvía la cabeza para comprobar que le seguía. Después de atravesar un par de calles, torcimos a la derecha por una aún mas estrecha.
 

-Esta es la calle-, me dijo

 

No se veía el nombre en ninguna parte y le inquirí al chico el nombre de la misma, pero, encogiéndose de hombros me dijo que no sabía el nombre, pero que allí era donde vivía la Merceditas.
 

Miré el papel, que aún llevaba en la mano y busqué el número. No había ningún número escrito, sólo la calle y el nombre: Mercedes.
 

Rebasada más de la mitad, mi guía se paró en seco y, señalándome una puerta, me dijo:

–Esa es.


Ya se estaba dando la vuelta cuando rebusqué unas monedas en mi bolso y se las puse en la mano.

Me obsequió con una amplia sonrisa y salió corriendo.

 

Yo quedé parada ante la puerta de una casa, de paredes blancas y de una sola planta. La puerta no estaba cerrada del todo. Me acerqué, llamé con los nudillos y esperé.

Al momento salió una chica bellísima, de unos veinte pocos años, que se me quedó mirando extrañada.

-¿Qué desea usted?

-¿Tú eres Mercedes?

-Ese es mi nombre, aunque aquí me conocen por la de “la soltera” porque mi madre la llamaban la de “la soltera” también. Pero el nombre venía de mi abuela que era soltera y tuvo a mi madre.

-No sé si soy la Mercedes que usted busca.

 

-¿Tu madre también se llama Mercedes?

-Mi madre se llamaba Mercedes; hace un par de años que murió.

 

Yo no sabía como empezar, no estaba segura de que fuera la que yo buscaba, o mejor, la que aquel señor me dijo que buscara.

 

El sol estaba ya en lo alto y daba de lleno en la blanca fachada, un blanco que reverberaba y me hacía casi cerrar los ojos, hacía un calor espantoso.

Se me había ido la mañana y estaba deseando terminar con aquel embrollo. Esto era la consecuencia de no haber aprendido a decir: no.

 

La chica debió notar mi incomodidad y calor, y franqueando la entrada, me invitó a pasar.

Acepté y se lo agradecí, al tiempo que le pedía por favor un vaso de agua.


La casa tenía una pequeña entrada que daba a un saloncito pequeño.

Una mesa, unas sillas, dos mecedoras y un mueble aparador, era todo el mobiliario.

Sobre una repisa, varios porta retratos y una radio.

Ella, se fue por una puerta y volvió con un vaso de agua.
 

-Bueno, usted dirá, pero, siéntese por favor.

 

¿Cómo explicarle a ella todo lo que me había pasado? Me tomaría por loca, pero no: allí llevaba la prueba de que cuanto le dijera era verdad.
 

Entonces empecé a hablar y a hablar, le conté lo que me había sucedido aquella mañana en la Colegiata, cómo había aparecido y desaparecido aquel hombre sin alcanzar a percatarme de ello; le conté que me había pedido un favor y era que fuera a una calle concreta y preguntara por Mercedes y le entregara esto. Y, según hablaba, puse sobre la mesa el papel que me diera y aquella cajita de madera que me había complicado la mañana.

 

-Esta es la calle que pone aquí, y yo soy Mercedes, no sé si habrá alguna otra Mercedes en esta calle, posiblemente se trate de otra persona.
 

-Mira chica, no sé si serás tú o no la Mercedes, pero yo no voy a seguir buscando todas las Mercedes que vivan en esta calle. Yo debería estar en Málaga a estas horas, pero este señor me dijo que haría un bien muy grande y aquí estoy. Tanto si es usted o no a quien él se refería, yo le dejo aquí esto y me marcho.

-Espere...
 

Y tomó la caja entre sus manos y abrió su tapa.

Igual que hiciera yo, sacó el manojo de cartas y le quitó la cinta.

Eran unos dieciocho o veinte sobres.

Entonces reparó en el resto del contenido y sacó el escudo y todo lo demás.

Sus ojos parecían brillar de forma diferente, cuando, tomando la fotografía entre sus manos, me dijo con un hilo de voz.
 

-Sí, yo soy la Mercedes que usted busca.
 

Y, levantándose, se acerco a la repisa y tomó uno de los porta retratos que había y me lo puso delante. Mi asombro llegó al límite cuando comprobé que la fotografía de la cajita, era la misma que estaba enmarcada.

 

Yo no entendía nada, aquellas fotos era de un montón de años atrás, ¿quién era aquella mujer?, ¿qué relación tenía con la joven que estaba ante mi?


La chica me miró y me ofreció una tenue sonrisa.

Entonces me di cuenta que tenía los mismos ojos negros del señor que me entregara la caja. ¡Esa manía que tengo de fijarme en los ojos de las personas!

Pero, la barbilla, la boca, eran de un parecido asombroso con la dama del retrato.

 

En ese momento, ella empezó a hablar y a hablar. Yo le escuchaba en silencio, absorta en cuanto me iba cantando.
 

-Mi abuela era la sirviente de una casa de abolengo. Uno de los hijos, se enamoro de mi abuela y mi abuela de él. Se veían a escondidas, ella era una simple criada y él pertenecía a una encumbrada familia. Aquello era imposible, pero ellos se amaban.
 

Entonces, cuando la familia se enteró de los desmanes de uno de sus vástagos, lo mandó fuera del país y mi abuela fue despedida.

Al principio se intercambiaban cartas, son estas que usted me ha traído, son las cartas que mi abuela le escribió, hasta que alguien poderoso las interfirió por orden de la familia, y no volvieron a llegar, ni las de él a mi abuela, ni las de mi abuela a él. Antes que esto sucediera, mi abuela le había comunicado que esperaba un hijo suyo.
En este caso, una hija: mi madre.
 

Pero él no llegó a conocer esta hija. Mi abuela luchó duro para criar a su hija; las familias no la querían de sirvienta en sus casas y tuvo que hacer los más penosos trabajos para salir adelante.
 

Esta historia la sé de boca de mi madre, que me la contó años después de la muerte de mi padre, y cuando se quedó viuda, tuvo que verse, al igual que mi abuela, trabajando muy duro para mantenernos ambas.

 

Yo no sé quien es ese señor que le ha dado esto, yo no creo, o mejor, no creía en los espíritus, pero sin duda, y por lo que usted me ha contado sobre su aspecto, debe tratarse de mi abuelo. Ya estarán juntos dónde sea, y han querido aliviar la penuria con la que nos hemos visto obligados a vivir.
 

-Pues con esto, -dije señalando el contenido de la cajita- se te habrá acabado la miseria para siempre.

-Las monedas, sí las venderé, deben tener un alto valor, pero el reloj lo quiero conservar; al fin y al cabo, es el único objeto que tengo perteneciente a mi abuelo.

-Entonces, me levanté y me iba a despedir, cuando ella, se acercó y me pidió permiso para darme un beso.

Yo se lo devolví y le entregué una tarjeta, rogándole que me localizara si necesitaba algo.

En aquel momento, se volvió hacia la mesa y tomando una de las monedas, me dijo.

-Le ruego la acepte, estoy segura que ambos desearán que la tenga de recuerdo.
 

Yo me negué a aceptarla, le dije que le vendría mucho mejor a ella, pero ella insistió diciéndome que tenía de sobra con el resto.

La tomé y la guardé como si de una reliquia se tratase.

 

Salí de allí contenta. Había merecido la pena todos los contratiempos.
Y una, que es muy recelosa, empezó a preguntarse quién sería el individuo de la furgoneta que me echó fuera de la carretera.

 

Llegaron a mi cabeza un tropel de recuerdos de mis años juveniles. Aquel amor de mis dieciséis años, hijo de un tendero y con estudios básicos, que inundó mis días de ilusiones.
 

¡Duró tan poco! Bueno, durar si que me duró, pero sólo en mi pensamiento.

La realidad se impuso.
 

- Hija, no es chico para una señorita de tu clase- decía la familia.

 

Cuando terminó el verano y tuve que volver de nuevo al internado, yo seguía obsesionada pensando en él. Luego la vida se impone; mis estudios no casaban con su oficio de simple dependiente –decían.
 

Al verano siguiente, él ya no estaba, se había marchado lejos a labrarse un porvenir. No volvimos a encontrarnos más hasta muchos años después, ya cada cual con su vida organizada; pero, cuando le vÍ, sentí revolverse toda mi sangre  en las venas.

 

¿Verdaderamente importan tanto las diferencias sociales?

Siempre me he preguntado cómo habría sido mi vida si aquello hubiera seguido adelante.

 

La vida, a veces, nos marca caminos que no sabemos o no queremos seguir, pensando que el elegido es mejor.
 

¡Nos confundimos tantas veces!


Aquel diplomático con el que, años más tarde, me casé, poca felicidad me dio  en los pocos años que permanecimos juntos.

 

¿Me habría querido dar una lección el misterioso hombre de aquella mañana?

¿Por qué me había escogido a mí precisamente?

Habrá habido cientos y cientos de visitantes durante tantos años.

Me quedé con una rara sensación, que me duró bastante tiempo.

 

Aún conservo la moneda, me la hice engarzar para un colgante y es una de mis joyas preferidas.

 

No volví a ver a Mercedes hasta unos años después. Su vida había cambiado y ante una taza de café, me fue contando todo cuanto había hecho y los proyectos que aún tenía.
 

Pero esta es otra historia, que algún día les contaré.

Marila. mayo-2006

 

RELATOS y CUENTOS

SUBIR

ENTRADA