LOS RECUERDOS

Toc, toc, toc... rebotan en nuestra cabeza igual que canicas sobre un suelo de mármol. Sólo el tiempo hace que sus saltos se vayan amortiguando poco a poco.

Los recuerdos no se deberían guardar en la mente, no; tendrían que almacenarse en un álbum, como las fotografías, y colocar éste en el lugar más alto de nuestra biblioteca, lejos de nuestra vista.

Cuando llegase una visita implicada en uno de ellos, lo sacaríamos e iríamos repasando y recordamos juntos: ¿te acuerdas de esta tarde?, ¿y aquí?, ¡qué bien lo pasamos!... Nada más, luego lo devolvemos a su sitio y ya está.

Pero no, masoquísticamente los conservamos en nuestra cabeza, los buenos y los malos, (suelen abundar mucho más éstos que aquellos), y los sacamos a flote a cada paso, volviendo a sufrir con los unos, mucho más que disfrutar con los que fueron placenteros.

A veces, llegamos al extremo de enmarcar y colgar en la pared principal del salón de nuestros sentimientos el que más nos impactó, en vez de poner en su lugar un plato de Limoges o un bajorrelieve con una Madonna de Florencia y dejarnos de sentimentalismos.

Siempre es bueno cambiar el decorado, pues nos puede llegar a aburrir, pero no lo hacemos; seguimos con ellos, comemos con ellos, paseamos con ellos y nos vamos cada noche a la cama con ellos.

Volvemos a vivir esos momentos como si hubiesen sucedido ayer y, aún más, nos recriminamos por lo que hicimos que no debimos hacer, o por lo que omitimos y debimos haber hecho, y estamos convencidos que todo habría sido distinto.

Y yo, que tengo tan mala memoria para recordar dónde he soltado las llaves del coche, por ejemplo, qué bien me acuerdo de todo lo que no debería acordarme.

También se podría disponer de un filtro para no dejar pasar ninguno que fuera desagradable, y permitir la entrada sólo a aquellos que nos alegren el espíritu.

Me instalaré uno en cuanto salgan al mercado. ¿Y tú?

Marila.

 

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