EL SILENCIO

El silencio se hace decoración habitual en el entorno.

Arañas el aire tratando de apresar una frase para llevarte a tus oídos planos.

Te conformarías, hasta con un sonido gutural que rompiese esa bóveda silente.

Alguien tendría que inventar monólogos satisfactorios; algún mago debería prodigar su magia y darle voz a los objetos inertes, a ese jarrón de porcelana que nunca responde a tus preguntas, a ese espejo que permanece indiferente ante tus confidencias o, a esa lámpara de noche, que tantas veces, puso brillo en la sal de tus mejillas y siempre permanece impasible.

El silencio es ese mayordomo que te abre la puerta de tu casa antes de que gires la llave; te sigue al lado de tu sombra y pone alfombra a tus pisadas.

Pero falla… ¿deliberadamente? No se sabe, nunca enmudece ese tic-tac que acelera tu pulso y retrasa el paso de las agujas de un reloj que marca horas huecas.

Hay suspiros caducados adheridos en las paredes, sin melodías, como antiguos y rayados discos de vinilo: en otro tiempo movieron alas y hoy se oxidan en esperas eternas.

Sólo debajo de alguna hoja suelta de las macetas, quizás, encuentres una sonrisa perdida, anónima, desconocida, sin marca registrada, que sea capaz de arrancar una nota al allegro de un violín, y venza al enemigo esa tarde.

Los ojos de un gato bobalicón te miran como si comprendiese algo, y hasta puede torcer la cabeza en un gesto que parece, sólo parece, decir que entiende lo que te pasa.

No, no creo que entienda que cuando alguien se va, sólo nos queda su silencio.

Marila

 

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