EL BRASERO

 

 Este atardecer, de repente, he sentido un frío incomprensible.

Aún se deslizaban lentos los treinta y ocho grados del medio día, sin embargo, el hielo del interior se escapaba por los poros del alma.

He querido cobijarme en los recuerdos de otras tardes, ya muy lejanas y más entradas en el invierno. Me he escapado a mi casa; mi casa sigue siendo la casa de mis padres, la siento mucho más mía que ésta, en la que desde hace más de una veintena de años la habito.

¡Tantas remembranzas pegadas en las paredes!

Fueron aquellas vivencias las que abonaron mis raíces, las que mantiene mi memoria, algunas tan difusas que hoy, al cabo de los años, no podría asegurar cuáles de ellas fueron reales y cuáles sól

o sueños. Fue allí donde comenzó mi vida,

Este atardecer, de repente, perdida entre los viejos fantasmas, he recostado la cabeza y, cerrando los ojos, he huido medio siglo hacia atrás.

La sala era grande y espaciosa, como son las casas antiguas en los pueblos. En el centro, una enorme camilla rodeada de sillas y sillones. Allí hacíamos la vida el tiempo que estábamos en casa.

Éramos cinco hermanos más los primos y agregados que siempre había.
 


“Te como ésta y cuento veinte”, “De Oca a Oca y tiro por que me toca”, “Veo, veo…” ¿Y qué ves?...

-Anda, niña, échale una firmita al brasero.

La mesa redonda; en aquellos tiempos pensaba yo que así de grande debía ser la del Rey Arturo, luego, a medida que pasaban los años me fui dando cuanta como se achicaba a medida que yo crecía.

Debajo: la tarima. Le habían quitado las seis patas de madera que tenía y, habían sido sustituidas por otras de hierro que, combadas hacia el centro sujetaban un aro, también de hierro, para poner los pies en alto.

En el hueco del centro: el brasero: dorado y brillante a fuerza de Sidol, y, con dos asas lindamente torneadas, que de poco servían cuando estaba el calor en su cenit; se recalentaban tanto que no podías tocarlas.

Encima y tapando toda la copa, una tapadera del mismo metal, como un cono, troquelada con raros dibujos en forma de hojas y, en la punta superior una bola para asirla.

Sobre la tarima, unas veces en un lugar y otras en otro, la badila. Como una gran espumadera, también en bronce, para darle vuelta y, remover aquel montón de brasitas pequeñas en que se habían convertido el cisco o picón, y que, poco a poco se habían ido consumiendo y cambiando en cenizas, cubriendo las pequeñas brasas.

Era entonces cuando había que remeter aquellas cenizas por los extremos para sacar nuevamente las ascuas a la parte superior: “la firmita”.

¡Que dulce y acogedor era aquel calor que emanaba y arropaba a los sentados a su alrededor!

No sé porqué, me parece que el brasero, en aquella época, unía mucho más a las familias.

Mis padres tenían su sitio preestablecido y era respetado; los demás elegían a medida que iban llegando.

Cada tarde, alrededor de esa mesa nos sentábamos a hacer los deberes. Entonces, no había mesitas individuales, ni sillones anatómicos.
Cada uno a su tarea, deseando terminar cuanto antes para empezar a jugar a algo.

A esas horas casi nunca estaban mis padres, pero sí, la tata que, sentada con su eterna labor de crochet, era quien vigilaba nuestra aplicación y no consentía que ninguno se distrajese de sus deberes. También ella tenía su sitio: el más cercado a una mesa adosada a la pared, encima de la cual, estaba la radio. Un armatoste de madera con los números y nombres de las emisoras a un lado y una rejilla delante del altavoz, en el otro. Unos botones en fila, de baquelita y filo dorado: eran los mandos.

Después de terminar los deberes, jugábamos y alborotábamos hasta el momento que, la tata, dejaba su labor encima de la mesa, se levantaba y encendía la radio. Era como un ritual, siempre a la misma hora.

En ese momento, mi primo Juan, hacía su aparición fiel y puntual cada día.
Era un demonio y se le ocurrían las travesuras más impensables, ¡pero era: el más divertido de todos!

A nuestros oídos llegaba indefectiblemente, en esos momentos, la misma musiquilla, sintonía anunciadora de “la novela de la tarde”.

“Yo soy aquel negrito, del África tropicaaaal , que cultivando cantaba, la canción del Cola Cao. Y como verán ustedes, les voy a relataaaar las múltiples cualidades de este producto sin par. Es el Cola Cao desayuno y merienda… es el Cola Cao desayuno y merienda iiideal…”

Era el producto que patrocinaba el serial: la interminable y dramática novela de amores desgraciados e imposibles.

Meses y meses llevaba la tata siguiendo sus capítulos; pañuelo en mano para sonarse la nariz a cada momento, después de cada suspiro o hipado; llorando como si sintiera en carne propia, las desgracias de su protagonista “Lucecita”.

En esos momentos no se podía rechistar; hablábamos en voz baja y ¡ay del que alzara la voz y le hiciera perderse alguna frase!

Alguien se levantaba entonces y, traía de la cocina una caja de zapatos con bellotas para asar en el brasero.

El proceso siguiente era: hacer un pequeño corte a cada bellota para que no explotasen mientras se asaban.

Nos levantábamos y, retirando las sillas, eso sí, sin hacer el más leve ruido; echábamos las enaguas de la camilla sobre la tapa y, metíamos las cabezas por debajo.
Todos reíamos mirando las gordas pantorrillas de la tata que, con las piernas abiertas, nos permitía llegar con nuestros pícaros ojos hasta bien arriba de los grandes muslos.

Mi primo Juan decía que no llevaba bragas, pero yo creo que se lo imaginaba porque el vértice estaba demasiado oscuro para saberlo.

Íbamos enterrando bellotas alrededor del brasero, junto al borde, en la parte que ya era ceniza. Luego nos volvíamos a sentar a esperar pacientemente unos minutos para que se asasen, mientras, mirábamos impacientes a cada segundo, el reloj de pared que presidía la sala.
Después habría que sacarlas una a una, ayudándose con la badila, las pondríamos sobre la tarima dejando esta perdida de ceniza y esperar hasta que se enfriaran un poco para poder cogerlas y echarlas en la caja y, ya sentados de nuevo, vendría la degustación.

Pero aquella tarde no llegamos a saborearlas.

De repente: ¡Plofffff! Y un desgarrador alarido de la tata que hizo acudir a todos los habitantes de la casa.

La sonrisa socarrona de mi primo, me hizo pensar que no había sido casual el percance, además, él sabía de sobra cómo había que enterrar la bellota para que saliese disparada en el sentido deseado: justo en el centro del vértice.

Llamaron a médico, pero don Ramiro no estaba. Se había ausentado por la muerte de un familiar y un colega suyo le suplía.

En aquellos tiempos, en los pueblos no existían ambulatorios ni centros de salud, el médico veía a sus pacientes en su casa, cuando no iba personalmente a la casa de su paciente. Conocía a todos sus enfermos y guardaba en su cabeza el fichero de cada uno; sabía perfectamente el chico que había tenido paperas, quién pasó el sarampión o quién estuvo con varicela.

Su colega aseguraba que había sido un acto sátiro contra la anciana y estaba empeñado en ir al cuartelillo a poner una denuncia.
De seguro que lo habría hecho, si no fuera porque quiso la providencia que en ese momento volviese don Ramiro y le convenciera que había sido un simple accidente y le hiciera desistir de su idea.

La tata se llevó unos días recostada con las piernas abiertas y unas gasas y cremas en el lugar del impacto.

Aquella tarde fue la última vez que ese año nos permitieron asar bellotas.

Marila

 

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